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domingo, 10 de diciembre de 2017

...Y LLORÓ AMOR.



            …Y quiso el hombre que la montaña se cerrara, que el mar se abriera y que enmudeciera el viento. Por un momento con su dedo tapó el Sol, su mirada deshizo nubes, el vaho de su corazón pintó rocío, expuso el alma y el grito del trueno, desgarró su espalda. Gateó despacito su paisaje, arañó de uñas el viejo fango, sintió el temblor del miedo y cuando quiso llorar, cien miradas lo juzgaron. Se rompió su corazón, escamó su `piel, curtió alma, se levantó y el primer sendero caminó. Sudaba intenso el sentimiento, sediento apretaba labios, un temor izó bandera, la inseguridad besó tierra y aquellos principios educados, desbarataron una por una las duras lágrimas de tanto dolor.
              Caminaba sin llorar, deambulaba por un laberinto lleno de espejos, de profundos bosques y de ocultas sombras. Lleno de preguntas esquivaba indolentes respuestas, pleno de emociones vagaba en espíritu,  oliendo su propio vacío disgregaba pisadas en el aire y mientras tanto el hacha del autoconocimiento descuartizaba rencores y remordimientos sembrados en su pecho. Fue el primer día que respiró las heces de aquel desamor, vivió el odio del abandono y el frío de la profunda tiniebla.
             Y llegó el tiempo del gran celo, de la pregunta eterna, de la expansión umbilical y del nacimiento de una razón universal. Rasuraba el espacio sus confines, el viento sideral probaba una rara alquimia con su aire, mientras el gran motor del vacío se llenaba de nada. Latía un músculo sus primeras fibras, un sentimiento se atrevía a sentir y un pequeño haz de luz, poseía una mirada.
             Y el verbo se convirtió en voz, el suspiro en gemido, el eco en grito y la voluntad en fuerza. El Espíritu se llenó de soles, una a uno los posó en sus manos y apretó con furia los puños: la respuesta fue eterna, la explosión viajó infinitos más allá de la etérea frontera, cada reflejo era rayo y trueno, cada vacío un espacio hecho de rocas y piedras y cada nada se convertía en millones de cometas que dibujaban núcleos de fuego y acero. Respiraba la creación y germinaban universos por doquier. El alma lloró y por cada lágrima se creó un mar, la piel evaporó sudor y en cada gota una nube nació, un divino escalofrío recorrió su vertebral columna y vibró la oscuridad, se creó un negro universo paralelo, un espejo de poder y en él,  el hombre se miró: sintió vejez, arrugas sin vivir, heridas sin una cicatriz, un corazón lleno de parches y unas manos tan vacías que la nada de ellas huía.
             Oscureció su color el cielo, el laberinto se llenó de estrellas y aquellos  espejos bailaban destellos por doquier. El profundo bosque nadaba en resina de ámbar y cada espina rasguñaba una gota de sangre en su piel. El hombre resistía pero el tiempo exigía, respiraba pero el espacio sofocaba, pisaba y la hierba quemaba… suplicaba y el eco callaba. La razón expandió conocimiento y el tormento creció, la imaginación dibujaba un blanco lienzo y las respuestas no llegaban, la emoción contenía humedades y las manos se hacían puños de frío. Ardía saliva la garganta, los dientes estremecían un chirrido, la lengua secaba sus papilas y poco a poco el ojo cerraba su mirada. Todo era pesar, el poder del hombre había sucumbido por la falta de aquel amor que no se atrevía ni siquiera a llorar, atrofiado el músculo y reseca la piel, nariz cerrada y pecho sumido, espalda arqueada entre fangos y malolientes lodos caminaba una figura dibujando poca sombra en el ocaso de su laberinto.
            Los espejos se cerraban cada vez más… agobiado sentía el ahogo en su propia sangre. No podía salir, no descifraba brújula ni entendimiento, el frío era intenso, el juicio extremo, los dedos señalaban y la senda edificó un muro en su propia vergüenza. Se atrevió la tristeza y desmembró su alma, pedía una bala su sien y una muerte su vida, gemía cielo su corazón y otra oportunidad, lo poco que de hombre le quedaba. Exhausto cayó, poseído por aquel laberinto un oscuro sueño lo abrigó, adoptó forma fetal, se cubrió de ocres hojas y durmió.
            Y llegó el tiempo de la condición astral, del viaje etéreo, de la dimensión de otro cielo y de la realización del alma en su gran Universo. Blandió espada el sueño y decapitó de cuajo cualquier pesadilla, caminó la imaginación por la surrealidad consentida, bailó el sentimiento en sedas de emoción y el profundo deseo abrió poco a poco los puños del frío. Llegó del infinito el Gran Centauro del viento, de la eternidad el minotauro del rayo, de la Luna las vestales y del mar las sirenas de Ulises. Vivió un paisaje de grandes molinos de viento y vio a Don Quijote hablar con ellos, un mar lleno de rojo y a Moisés partiéndolo en dos, su nacimiento y unas tijeras cortar su primera razón umbilical, la pureza del amor y el brillo de su alma en la gran conexión sideral. El cielo era de oro, el espacio música, el aire miel, el tiempo beso y su cuerpo destello…y sintió como la mano del Creador abría en dos su pecho, como metía sus largos dedos y como uno por uno sacaba miedos, prejuicios, falsas promesas, juicios sociales, educaciones vanas, silencios compungidos y guardados en el aceite de sus nostalgias, cobardías sembradas en el albedrío de ajenas mentes y una por una cada brasa de sus consentidos infiernos.
            Despertó el hombre, el laberinto mostraba rotos sus espejos y la senda lucía verde, hermosa, viva y con chispas de cien mil pétalos. El aire olía amor, la brisa a mujer y el rocío a piel. Las estrellas caminaban y poco a poco soltaban algún que otro escondido destello, mostraba el mar plata en su espuma, silente un arcoíris pintaba en aceite de almendras su lienzo y despacito el Sol copulaba con su Luna. Terminó la senda su camino, el horizonte se despegó del cielo y tomó figura de mujer, el santo grial bebió su cáliz y el hombre arrodilló sus bruces ante el festival del amor. La desnudez era intensa, el alma brillaba, el verso sentía, la poesía vibraba y por fin aquel hombre, lloró amor.


                   


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